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viernes, 3 de abril de 2015

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Por qué el mundo sería mejor si todos fuesen calvos

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¿Alguna vez se han preguntado qué pasaría si, al ir por la calle, en lugar de fijarte en el corte de cabello de persona que va cruzando, en su nuevo tinte, o en su falta de entusiasmo por peinarse, pasaras y dijeras "mira, qué bonito se ve calvo :)"? ¿Qué pasaría si todos fuéramos pelones?



De entrada, como todos seríamos calvos, no habría qué preocuparse por gastos innecesarios en champú, acondicionador, tratamientos capilares, ampolletas, tintes, productos especiales para la pérdida de cabello ni para desvanecer canas; ya no nos preocuparía ir a nuestra cita mensual con el peluquero/estilista para que nos de nuestra "despuntadita", ni tendríamos que comprar geles, sprays fijadores, mouse, y tantas otras cosas que -la sociedad nos ha hecho creer- necesitamos para mantenernos bellos. Todo el mundo sería pelón y nuestros estándares de belleza cambiarían drásticamente.

Tal vez en lugar de preocuparnos por mantener limpio y sano el cabello, nos preocuparía más conseguir algún accesorio para cubrir nuestra cabeza del Sol (el número de tiendas de sombreros y de gorras se dispararía). O quizá buscaríamos mantener nuestro cráneo humectado y atractivo, pero eso se solucionaría con no más que una crema; no tendríamos que batallar con tantos productos de belleza y el costo sería notablemente más barato.





También nuestro número de horas invertidas en el cuidado personal y aseo diario, se vería notablemente disminuido (sobre todo en las mujeres). Al no tener un cabello qué cuidar, no tendríamos que pasar tanto tiempo lavando, desenredando, secando, cepillando, secando, planchando, moldeando, rizando, apapachando (y todo el resto de "andos" que me comí) nuestras cabelleras y, por ende, terminaríamos de arreglarnos más rápido. El número de peleas en casa (tanto con papás, amigos, novios y esposos) sería mucho menor, porque ya tendrían algunos temas menos por qué pelearse.




Recuerdo mi infancia en casa de mi mamá y puedo asegurar que, en promedio, un 70% de los pleitos con ella, eran por eso: el cabello. Ya sea porque de pequeña yo me escondía y me rehusaba a dejar que mi mamá me desenredara el cabello, o porque íbamos a la peluquería y ella jamás quería dejar que me creciera más abajo del hombro y, para mi gusto, eso no se veía bien.




Todas mis mañanas de la primaria, fueron marcadas por un dolor tremendo de cabeza porque me dejaba la colita de caballo muy apretada y relamida con gel. Yo llegaba a la escuela de malas, adolorida de los jalones que implicaban el trabajo de haber aguantado la desenredada, y luego la apretada de liga en el pelo. Y en las fiestas, ni se diga. Mi mamá tardaba al menos dos horas en estar lista ella, y luego otras dos en dejarme lista a mí (y eso sólo era el tiempo que le invertía al peinado...).




Ya en secundaria, yo no dejaba que mi mamá se acercara con el cepillo/peine a intentar desenredarlo. Sólo entonces me dio permiso de dejármelo crecer un poquito, e incluso entonces, tardé años sin ver mayores resultados porque me seguía obligando a que me lo cortara una vez al mes y, al menos dos centímetros en cada ida (que es más de lo que alcanzaba a crecer en el mes). Tampoco me peinaba, pero como ya no lo hacía, le molestaba que le preguntara cómo hacerlo. Así que mis primeros dos años de secundaria fueron de ir a la escuela en greñas y, eso sí, ya sin dolor de cabeza ni con los ojos chinitos por la relamida de la coleta.

Y como mi mamá toda la vida me hizo el mismo peinado para ir a la escuela, yo no sabía otro que no fuese la típica cola de caballo, y me entristecía ver que mis demás compañeras siempre llegaban con un peinado diferente y en realidad parecían saber cómo peinarse. Al principio no dejé que me importara, pero una vez en preparatoria, comencé a tener un poquito más de autoestima y a experimentar con algunos peinados básicos que no fuesen la típica colita de caballo. Pero con eso, se vinieron cada vez más horas de tiempo invertidas, primero, en averiguar cómo peinarme y, después, en cómo cuidar mejor de mi cabello para que los peinados que me hacía lucieran decentes.

En la universidad, libre por fin de mi madre (en todos los sentidos), comencé a cuidar mucho más mi imagen y llegué a ser (sin alardear) una de las chicas más cotizadas de mi generación. No sólo con mi cabello, sino con mi forma de vestir y mi físico. Me eché una manita de gato y logré superar mi trauma con los geles y las colitas de caballo.

Pero aún entonces, el tiempo, dinero y no satisfacción de las necesidades que representan tener un cabello "bonito", son muchísimas y cada vez más difíciles de mantener. Las mujeres (y también varios hombres) somos explotadas día con día al tratar de mantener un estándar de belleza según lo marcan las nuevas tendencias, y eso siempre se ve reflejado con especial énfasis en el cabello (y si no me creen, analicen cuántos anuncios publicitarios no son de productos/servicios exclusivos para el cuidado de nuestro cabello). Somos consumidores saturados y eso representa una explotación, al igual que el trabajo. Y lo peor es, que jamás estamos satisfechos con lo que le hacemos a nuestro cabello, siempre queremos (y querremos) más.




Ahora, tómense unos segundos para imaginar un mundo en que las personas no tuviesen que preocuparse por su cabello...




No más horas esperando a la novia, no más peleas con las mamás porque los hijos no dejan que los peinen, no más horas sentados esperando a que los atiendan en la estética, ni más lágrimas botadas después de que terminaron con su look, y al verse en el espejo, no les gustó. No más suspiritos azules lamentándose por su cabello, ni más frases inconformes en un inútil intento de convencerse a sí mismos de que "al cabo es cabello y, el cabello crece...". Porque sí, todos sabemos que crece, pero sufrimos mientras crece después de un mal corte, y una vez que ya creció porque sabemos que ya es hora de volverlo a cortar/retocar/pintar/hacer la base/el alaciado permanente/los rayitos... y eso implica gasto de tiempo y dinero, sin mencionar la ansiedad de no estar nunca 100% seguros de que los resultados serán los deseados...

Y todo lo anterior, sin mencionar la discriminación que implica el cabello. Porque gracias a él, tenemos una nueva manera de darnos cuenta qué tanto dinero tiene o no la otra persona (según lo bien o mal cuidado que esté su cabello), o qué tan buenos genes tiene (si está medio pelón o con muy poquito pelo, es posible que no nos convenga porque nuestros hijos tendrán más posibilidades de nacer igual de pelones que nuestra pareja) y, hasta nos es más fácil darnos cuenta de otro tipo de enfermedades (como el cáncer) porque a esas personas se les cae el cabello en la lucha contra su enfermedad (y uno en la estupidez humana, no puede evitar voltear con quien sea que vaya caminando con nosotros -o simplemente pensar en nuestros adentros- "mira, pobrecito, de seguro tiene cáncer").

Pero... ¿Por qué tanta violencia contra nosotros mismos? ¿Por qué no podemos levantarnos un día en una sociedad pelona, que no sufra ni de frizz ni de pérdida de cabello; de malas aplicaciones de tintes ni malos cortes? ¿Por qué seremos tan masoquistas, como para dejar que lo que digan y hagan los demás nos afecte en decisiones tan personales como nuestro cabello?

Y es que, ¿a poco no? ¡Qué bonito sería salir a la calle, voltear a nuestro alrededor y decir: Ah, qué bonito me veo pelón!







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